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SOÑANDO EL PASADO

Un día sin sonreír es un día perdido, lo diría alguna vez un tal Charles Chaplin; hoy, pienso que un día sin dejarnos cautivar por lo que nos rodea es más que un día desperdiciado. No sorprendernos por lo pasmoso que aguarda la vida, es el primer paso hacia la mate rutina. La ciudad y el campo tienen sus particularidades, el encuentro con lo natural es más usual en la segunda, pero en medio del caos de la primera, se hallan miles de gratas y nefastas sensaciones. Esta vez, decido salir de mi zona de confort y adentrarme hacia lo desconocido.

Jorge Enrique Bustamante Vega para la cédula, ‘Quique’ para sus amigos, e indigente sin nombre para la mayoría de los viandantes. A un furtivo “qué más” me responde con un silencio tan propio de alguien que está acostumbrado a que lo ignoren. Mientras tanto, en cuestión de segundos, planeo lo que será el siguiente saludo que, esta vez, decido acompañar con un ligero roce en el codo. La persona que distinguía hasta hace poco como un indigente más me responde: “quiubo mono”. 

Abrirse a un desconocido resulta extraño, incluso, para alguien que está habitado a la incómoda situación de pedir a otros migajas que le sobren. Para ser justo, le comento aspectos relevantes de mi vida con lo que aspiro ganar su confianza. Enseguida lo invito a un café, me pide mejor pan, resuelvo comprarle un tamal. La repulsión para merendarlo donde lo compré, hace que lo deguste en un parqué, claro, con mí compañía.

Tardó más en desarmar la hoja que en comérselo. Tanta es su gratitud que, como prefacio de sus revelaciones, me encomienda no dejarme llevar por el mal camino. Como cualquier persona, contó con una familia, pero como casi ninguna otra, tan numerosa que llega a desconocer la totalidad de sus hermanos. Aparenta unos 29, tiene 19. Aparenta estar sucio, su alma clama pureza. Aparenta soledad, todas las tardes se reúne con sus “parceros” en la calle 30 con 3ra con el fin de buscar un lugar en donde puedan pasar la noche.

Sus escasos estudios en primaria le alcanzaron para obtener un puesto de domiciliario de fast food. Por inercia, mientras pasa saliva, remembra que antes convivía con toda la comida del mundo, mientras que ahora, ruega por obtenerla. En lo que duró, el dinero que ganaba lo destinaba, en su mayoría, para ayudar con los gastos del hogar. Pero ese porcentaje se iría reduciendo paulatinamente cuando llegó a conocer “amistades indebidas”. Las fiestas ya no serían solo los fines de semana sino toda ocasión a la que “Lucho” lo llamaba. La puerta que se le abrió para ganarse la vida, al menos por el momento, se le cerraría con indisciplina.

Su madre, al tener que convivir con sinnúmero de responsabilidades como lo era cumplir con sus dos trabajos ubicados en el otro extremo de la ciudad, cuidar a sus 8 hijos —entre estos Enrique— y mantener aseada la casa, hacía que tuviera que confiar ciegamente en las decisiones que cada uno de sus hijos pudiera tomar. A falta de una figura paterna, fue un descuido necesario para asegurarles cierta estabilidad a sus tesoros más preciados.  

Otros de los reveses, con los que Enrique iba a comenzar a perder el rumbo de la vida, se dio cuando empezó a ver en el hurto una actividad, que no sólo le ayudaría a suplir su necesidad, sino a saciar su deseo de diversión. Los chicles extraviados de tenderos se convertirían con el tiempo celulares, joyas y billeteras de transeúntes capitalinos. Los costos de la rumbas matutinas  y visitas a prostíbulos corrían por cuenta de otros desconocidos que aún hoy buscan sus pertenencias.

Sin embargo, aquel mundo sólo sería la ventanilla a otro más siniestro que se resguarda entre las malditas letras de la palabra droga. "Viajados" de marihuana se transmutaron a inhalaciones de perico y aspiradas de bazuco. De su boca no solo salen testimonios que así lo prueban, allí resguarda 32 piezas que lo testifican. El conflicto que vivió con su madre luego de incursionar en medio de este infierno parece que amerita muchas más que un día de conocidos… lo comprendo. Evade la cuestión advirtiéndome que valore lo que tengo; que no descuide lo más preciado mientras busco algo que no necesito.

Ahora es cuando pienso que la fuente de aquellas palabras, no sufre tanto por el frio, la lluvia y la intemperie de la noche como sí por el vacío de su corazón. Son en estas situaciones, en las cuales vemos la verdadera vulnerabilidad del ser humano. Nuestra fragilidad ante las erradas decisiones. El mal es tan omnipresente que su tentación puede ubicarse en cualquier esquina, en un pequeño desliz de la vida, y en algo tan indescriptible como borroso que nos conduce al desastre. Pero el verdadero valor se halla en la facultad de vencer las problemáticas de las cuales nadie se exime, la manera a cómo las enfrentamos determinará nuestro éxito. 

Lo que suena como un cliché vacío toma relevancia venido de boca de alguien que ha tenido que vivir de las calles. Mientras chasquea con su lengua, me advierte, nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Un lema de vida que no tiene tatuado en la piel, pero si impregnado en su consciencia. El conocimiento, no solo está en los libros, las artes o en un aula, la experiencia de lo vivido en carne propia lo materializa. La infamia —o debilidad— del ser humano que viene de solo percibir lo que sus ojos le revelan es algo que se puede vencer con la comunicación e intriga por conocer con lo que ha tenido que lidiar determinada persona. Vemos personas, pero no historias. Vemos rostros, pero no emociones. Vemos ojos, pero no almas.

Vivir sin sueños es olvidarse de vivir. Y estos son los que hacen que Enrique no pierda la esperanza de volverle a dar rumbo a su vida. Viajar fuera del país, reconciliarse con su madre, abrigar a sus hermanos, trabajar honradamente en el extranjero, y “casarse con una mona” son deseos que lo mantienen con los pies sobre la tierra y consumado en el éxtasis, el buen éxtasis que reside en la ilusión de propósitos por alcanzar. La batalla contra los demonios se consuma en el interior de cada quien, en su caso, espero que salga victorioso.

Es claro que estos no solo fueron golpes que le dio la vida, más bien un nocaut que aún lo tiene tras las cuerdas. Bajó la guardia y lo está pagando con intereses. Lo importante, es que cuanta con más de 10 segundos para reponerse; mi consciencia lo anima, clama que se levante como alguna vez lo hicieron celebridades de la talla de Michael Oher, Heather Mills y Jim Cramer. La vida aún le sonríe, desconozco su intención o capricho, pero le sonríe. La mayor prueba de ello es que aún respira, se puede valer por sí mismo y tiene algo por qué luchar.

Luego de soportar miradas furtivas, una requisa por parte de un bachiller y más de dos horas de conversación, me despido. A diferencia del saludo inicial, fue un poco menos cauteloso. Le digo “hasta pronto Enrique”, me corta en seco, con un “No, Quique”. Como ninguna otra persona, me dejo más que claro los matices que presenta la vida, una serie de tonalidades que no se reducen a ser negras, blancas, o rosa. Más que eso, es una única oportunidad que tenemos para ser felices con lo que hacemos y con quienes nos rodean. Para qué desperdiciar el único momento que tenemos para soñar despiertos con la magia de la ilusión, el desea de ser mejor y, respectivamente, la naturalidad que esto implica. Utilizar el artificio de brebajes maliciosos y sustancias psicoactivas es un simple atajo para los que carecen de imaginación. La vida es un dulce extrañamente agrio. Todo esto pasó por mi mente, como una epifanía, cuando deseché el prejuicio, o no sé si miedo, de estrecharle la mano con firmeza.  

El camino que conduce a la drogadicción no distingue entre propios y extraños, aunque su destino no se encuentra prefijado. Jorge Enrique Bustamante, un joven "indigente", relata la crónica de su vida con un fin que aún no se anuncia. 

*Fotografías y texto de Pablo Josué Martínez*

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